Comentario
A la hora de abordar el estudio de la arquitectura mendicante, el elemento que más atrae la atención es la interesante evolución sufrida en lo que respecta a materia constructiva. Una evolución sufrida sin prisa, pero sin pausa, y marcada por tres grandes momentos caracterizados por pautas de comportamiento perfectamente diferenciadas. Las cuatro primeras décadas del siglo XIII es una etapa calificada por Meerseman como de gestación y se caracteriza por una ausencia total de arquitectura. En este primer estadio los frailes, tras una vida de itinerancia, inician una lenta evolución encaminada hacia la ocupación de residencias estables. Se trataba no obstante de una instalación en asentamientos ya preexistentes, nunca fundaciones ex nihilo, generalmente casas o ermitas ubicadas en los arrabales de las ciudades, y nunca, y esto era indispensable, tomadas en propiedad por los frailes. Resulta sin embargo interesante comprobar cómo desde los primeros momentos se delinea ya la posterior trayectoria de ambas órdenes al plantearse el fenómeno mendicante como un movimiento intrínsecamente urbano.
Esta vida de itinerancia, propugnada como base de actuación de los frailes en estos primeros momentos, comenzará a modificarse a raíz del incremento del número de vocaciones, la progresiva aceptación popular y, lo que consideramos un factor determinante, la creciente hostilidad con el clero parroquial, acontecimientos todos que tuvieron como inmediata consecuencia una mayor estabilización y pusieron, en los años centrales de la centuria, las bases para el nacimiento de una nueva etapa, de infancia, caracterizada por el nacimiento de una arquitectura propia. Es entonces cuando los conventos, financiados por la iniciativa de una poderosa monarquía, de una rancia nobleza, e incluso de una enriquecida burguesía, se trasladan desde los arrabales de las ciudades al interior de las mismas, dando así luz verde a una febril actividad constructiva que marcará la actuación de los frailes en los años finales de los siglos XIII y XIV en toda su plenitud o adolescencia.
Como consecuencia de este lento proceso surgirá una arquitectura cuyo rasgo más definitorio será la diversidad dentro de la unidad. Diversidad, porque el estudio detallado de las fábricas mendicantes dentro y fuera de la Península Ibérica nos permite constatar -y así tendremos ocasión de demostrarlo a lo largo de estas líneas- que en modo alguno se puede hablar de un tipo único de iglesia mendicante y, mucho menos, franciscana o dominica. Los frailes toman lo que ven, se adaptan a los condicionamientos físicos, a la personalidad de los maestros canteros, a las tradiciones constructivas de la zona de asentamiento..., si bien condicionando todo ello a dos fines principales: la liturgia y la predicación, aspecto éste que fundamenta en última instancia la existencia de ambas órdenes. Unidad, porque, pese a esa pluralidad de formas se observa sin embargo en todas las construcciones un acusado carácter de familiaridad que las singulariza respecto a otras construcciones religiosas contemporáneas. Es ésta una peculiaridad sumamente sorprendente, máxime si se constata que los frailes nunca se pararon a reflexionar acerca de cómo deberían distribuirse las dependencias en sus respectivas moradas. Piénsese que las únicas prescripciones al respecto son las emanadas de los Concilios de París, para el caso de los dominicos, tradicionalmente fechado en 1228, y Narbona en lo que respecta a los franciscanos, más tardías (1260) e inspiradas en aquéllas. En el primer texto se incide fundamentalmente en la altura de los edificios: "Que nuestros hermanos tengan casas pequeñas y sencillas, así como también que los muros de las casas, sin solario, no rebasen la altura media de XII pies, y con solario, XX; La iglesia XXX pies". En este sentido es de sobra conocido el caso del convento dominico de Bolonia, cuyas obras fueron mandadas interrumpir por considerarlo santo Domingo de una elevación excesiva. En el escrito franciscano se sugieren normas para la construcción y decoración de los mismos: "De ningún modo las iglesias deben ser abovedadas, excepto el presbiterio. Por otra parte, el campanario de la iglesia en ningún sitio se construirá a modo de torre; igualmente nunca se harán vidrieras historiadas o pintadas, exceptuando que en la vidriera principal detrás del altar mayor, puedan haber imágenes del Crucifijo, de la santa Virgen, de san Juan, de san Francisco y de san Antonio; y si se hubiesen pintado otros, serán depuestos por los visitadores". Vemos pues cómo más que prohibir, lo que hacen ambos estatutos es recomendar sobriedad y austeridad, acomodándose así a los principios de ambas órdenes en estos primeros momentos de su existencia.
Dos son los elementos que entran en juego a la hora de concebir un edificio mendicante: uno, el componente religioso y otro, el factor social. En el primer caso los elementos condicionantes emanan de los propios preceptos y fines de la orden. Este aspecto lo entiende y refleja a la perfección Braunfels en su libro ya clásico sobre arquitectura monacal cuando afirma: "Así como resulta imposible comprender el templo dórico sin comprender el espíritu religioso helénico, también se interpretará erróneamente una edificación monasterial occidental si no se conoce la correspondiente regla monástica o no se admite la idealidad del pensamiento monacal".